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INEFFABILIS DEUS - Inmaculada Concepción de María

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En la Constitución Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX pronunció y definió que la Santísima Virgen María «en el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia concedidos por Dios, en vista de los méritos de Jesucristo, el Salvador del linaje humano, fue preservada de toda mancha de pecado original».


"La Santísima Virgen María...” El sujeto de esta inmunidad del pecado original es la persona de María en el momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo.


“... en el primer instante de su concepción...”: El término concepción no significa la concepción activa o generativa por parte de sus padres. Su cuerpo fue formado en el seno de la madre, y el padre tuvo la participación habitual en su formación. La cuestión no concierne a lo inmaculado de la actividad generativa de sus padres. Ni concierne tampoco absoluta y simplemente a la concepción pasiva (conceptio seminis carnis, inchoata), la cual, según el orden de la naturaleza, precede a la infusión del alma racional. 


La persona es verdaderamente concebida cuando el alma es creada e infundida en el cuerpo. María fue preservada de toda mancha de pecado original en el primer momento de su animación, y la gracia santificante le fue dada antes que el pecado pudiese hacer efecto en su alma.


“...fue preservada de toda mancha de pecado original...” La esencia activa formal del pecado original no fue removida de su alma como es removida de otros por el bautismo; fue excluida, nunca estuvo en su alma; simultáneamente con la exclusión del pecado. A ella se le confirió el estado de santidad original, inocencia y justicia, como opuesto al pecado original, por cuyo don se excluyeron cada mancha y falta, todas las emociones, pasiones y debilidades depravadas, esencialmente pertenecientes al pecado original; mas no fue eximida de las penas temporales de Adán---el dolor, las enfermedades corporales y la muerte.


“... por un singular privilegio y gracia concedidos por Dios, en vista de los méritos de Jesucristo, el Salvador del linaje humano”: A María se le dio la inmunidad del pecado original por una singular exención de una ley universal por los mismos méritos de Cristo, por los cuales los demás hombres son limpiados del pecado por el bautismo. María necesitó al Redentor para obtener esta exención y ser liberada de la necesidad y de la deuda (debitum) universal de estar sujeta al pecado original. La persona de María, por su origen de Adán, habría estado sujeta al pecado, pero, siendo la nueva Eva, quien sería la madre del nuevo Adán, fue apartada de la ley general del pecado original, por el eterno designio de Dios y por los méritos de Cristo. Su redención fue la verdadera obra maestra de la sabiduría redentora de Cristo. Es un redentor mayor quien paga la deuda en que no incurrió que quien paga después que ha caído en la deuda.


Orígenes

Este es el significado del término «Inmaculada Concepción».


Prueba de la Escritura

Génesis 3,15: No es posible extraer de la Escritura pruebas directas, categóricas ni concluyentes sobre el dogma; pero el primer pasaje bíblico que contiene la promesa de la redención menciona también a la Madre del Redentor. La sentencia contra los primeros padres fue acompañada del Primer Evangelio (Proto-evangelium), que pone enemistad entre la serpiente y la mujer: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje; ella (él) te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar.” (Gén. 3,15). La traducción «ella» de la Vulgata es interpretativa; tiene su origen después del siglo IV, y no se puede defender críticamente.


San Basilio

 El vencedor salido de la estirpe de la mujer, que aplastará la cabeza de la serpiente, es Cristo; la mujer en enemistad con la serpiente es María. Dios puso enemistad entre ella y Satán en el mismo modo y medida que hay enemistad entre Cristo y la estirpe de la serpiente. María estaría siempre en ese estado exaltado del alma que la serpiente había destruido en el hombre, es decir, en la gracia santificante. Sólo la continua unión de María con la gracia explica suficientemente la enemistad entre ella y Satán. El proto-evangelio, por lo tanto, contiene en el texto original una promesa directa del Redentor, y en conjunción con ello la manifestación de la obra maestra de Su Redención, la perfecta preservación de su Madre virginal del pecado original. 


San Justino

Lucas 1,28: El saludo del Arcángel Gabriel---chaire kecharitomene, Salve, llena de gracia (Lc. 1,28)---indica una única abundancia de gracia, un estado del alma divino y sobrenatural, que encuentra explicación sólo en la Inmaculada Concepción de María. Pero el término kecharitomene (llena de gracia) sirve sólo como una ilustración, no como una prueba del dogma.


San Ireneo

Otros textos: No se puede extraer ninguna conclusión teológica a partir de los textos de Proverbios 8 y Eclesiástico 24 (que exaltan la Sabiduría de Dios y que en la liturgia se aplican a María, la más bella obra de la Sabiduría de Dios), o desde el Cantar de los Cantares (4,7, “Toda hermosa eres, amada mía, y no hay tacha en ti”). Estos pasajes, aplicados a la Madre de Dios, pueden ser entendidos por quienes conocen el privilegio de María, pero no sirven para probar la doctrina dogmáticamente y, por lo tanto, se omiten en la Constitución «Ineffabilis Deus». Para el teólogo es materia de conciencia no adoptar una posición extrema para aplicar a una criatura textos que pueden denotar prerrogativas de Dios.


San San Hipólito

Pruebas de la Tradición

Respecto de la impecabilidad de María, los antiguos Padres son muy cautelosos: algunos de ellos parecen haber cometido algún error en esta materia.

Aunque Orígenes atribuyó a María altas prerrogativas espirituales, dice sin embargo que en el momento de la Pasión de Cristo, la espada de la incredulidad atravesó el alma de María; que fue golpeada por el puñal de la duda; y que Cristo también murió por sus pecados (Orígenes, «In Luc. Hom. XVII).

Del mismo modo San Basilio escribe en el siglo IV; él vio en la espada de que habló Simeón la duda que atravesó el alma de María (Epístola 259).

San Juan Crisóstomo la acusó de ambición y de ponerse indebidamente a sí misma delante cuando trató de hablar con Jesús en Cafarnaúm (Mt. 12,46; Crisóstomo, Hom. 44 sobre Mateo).


San Pedro Crisólogo

Pero estas opiniones privadas dispersas sirven meramente para mostrar que la teología es una ciencia progresiva. Si intentásemos establecer la doctrina completa de los Padres sobre la santidad de la Santísima Virgen, la cual incluye particularmente la creencia implícita de su Inmaculada Concepción, nos veríamos obligados a transcribir una multitud de pasajes. En el testimonio de los Padres se insiste sobre dos puntos: su absoluta pureza y su posición como segunda Eva (cf. 1 Cor. 15,22).


María como segunda Eva: Los siguientes autores desarrollan esta famosa comparación entre Eva, mientras era todavía inmaculada e incorrupta---es decir, no sujeta al pecado original---y la Santísima Virgen:


San Justino (Dialogo con Trifón 100),

San Ireneo (Contra Haereses, III.22.4),

Tertuliano (De carne Christi, 17),

Fírmico Materno (De errore profan. relig., XXVI),

San Cirilo de Jerusalén (Catecheses, 12.29),

San Epifanio (Haeres., LXXVIII, 18),

Teodoto de Ancira (Or. in S. Deip., n. 11), y

Sedulio (Carmen paschale, II, 28).

La pureza absoluta de María: Abundan los escritos patrísticos sobre la pureza de María:


Los Padres llaman a María el tabernáculo exento de profanación y de corrupción (San Hipólito, «Ontt. in illud, Dominus pascit me»);


Orígenes la llama digna de Dios, inmaculada del inmaculado, la más completa santidad, perfecta justicia, ni engañada por la persuasión de la serpiente, ni infectada con su venenoso aliento («Hom. I in diversa»);


San Ambrosio dice que es incorrupta, una virgen inmune de toda mancha de pecado a través de la gracia («Sermo» XXII en Ps. CXVIII);


San Máximo de Turín la llama morada preparada para Cristo, no a causa del hábito del cuerpo, sino de la gracia original («Nom. VIII de Natali Domini»);


Teodoto de Ancira la llamó virgen inocente, sin mancha, libre de culpabilidad, santa en el cuerpo y en el alma, un lirio primaveral entre espinas, incontaminada del mal de Eva, ni se dio en ella comunión de luz con tinieblas, y, desde antes de nacer, fue consagrada por Dios («Orat. in S. Dei Genitr.»).


Refutando a Pelagio, San Agustín declara que todos los justos han conocido verdaderamente el pecado «excepto la Santa Virgen María, de quien, por el honor del Señor, yo no pondría en cuestión nada en lo que concierne al pecado» (De natura et gratia 36).


María fue prenda de Cristo (San Pedro Crisólogo, «Sermo CXL de Annunt. B. M. V.»);


Es evidente y notorio que fue pura desde la eternidad, exenta de todo defecto (Typicon S. Sabae);


Fue formada sin ninguna mancha (San Proclo, «Laudatio in S. Dei Gen. Ort.», I, 3);


Fue creada en una condición más sublime y gloriosa que cualquier otra criatura (Teodoro de Jerusalén en Mansi, XII, 1140);


Cuando la Virgen Madre de Dios nació de Ana, la naturaleza no se atrevió a anticipar el germen de la gracia, pero quedó sin fruto (San Juan Damasceno, «Hom. I in B. V. Nativ.», II).


Los Padres sirios nunca se cansaron de ensalzar la impecabilidad de María. San Efrén no consideró excesivos algunos términos de elogio para describir la excelencia de la gracia y santidad de María: «La Santísima Señora, Madre de Dios, la única pura en alma y cuerpo, la única que excede toda perfección de pureza, única morada de todas las gracias del más Santo Espíritu, y, por tanto, excediendo toda comparación incluso con las virtudes angélicas en pureza y santidad de alma y cuerpo... mi Señora santísima, purísima, no profanada, incorrupta, inviolada, prenda inmaculada de Aquel que se revistió con luz por ropaje... flor inmarcesible, púrpura tejida por Dios, la solamente inmaculada» («Precationes ad Deiparam», in Opp. Graec. Lat., III, 524-37).


Para San Efrén ella era tan inocente como Eva antes de la caída, una virgen alejada de toda mancha de pecado, más santa que los serafines, fuente sellada del Espíritu Santo, semilla pura de Dios, por siempre intacta y sin mancha en cuerpo y en espíritu («Carmina Nisibena»).


Santiago de Sarug dijo que “el mismo hecho de que Dios la eligió prueba que nadie fue nunca tan santa como María; si alguna mancha hubiese desfigurado su alma, si alguna otra virgen hubiese sido más pura y más santa, Dios la habría elegido y rechazado a María”. Parece, por lo tanto, que si Santiago de Sarug hubiese tenido idea clara de la doctrina del pecado, habría sostenido que fue perfectamente pura de pecado original (“la sentencia contra Adán y Eva”) en la Anunciación.


San Juan Damasceno (Or. i Nativ. Deip., n. 2) considera que la influencia sobrenatural de Dios en la generación de María fue tan comprehensiva que ha de extenderse también a sus padres. Dice de ellos que, durante la generación, fueron colmados y purificados por el Espíritu Santo y librados de la concupiscencia sexual. En consecuencia, según Damasceno, incluso el elemento humano de su origen, el material del cual fue formada, fue puro y santo. Algunos autores occidentales consideraron esta opinión de una generación activa inmaculada y de santidad de la «conceptio carnis»; fue presentada por Pedro Comestor en su tratado contra San Bernardo y otros. Algunos escritores incluso enseñaron que María nació de una virgen y que fue concebida de un modo milagroso cuando Joaquín y Ana se encontraron en la puerta dorada del Templo (Trombelli, «Mari SS. Vita», Sec. V, II; Summa aurea, II, 948. Cf. también las «Revelaciones» de Ana Catalina Emmerich que contienen la leyenda apócrifa de la milagrosa concepción de María).


De este resumen se desprende que la creencia en la inmunidad de María frente al pecado en su concepción prevaleció entre los Padres, especialmente en los de la Iglesia Griega. El carácter retórico, por lo tanto, de muchos de estos y similares pasajes nos previene de tendencias demasiado forzadas y de interpretaciones en un sentido estrictamente literal. Los Padres griegos nunca discutieron formal o explícitamente la cuestión de la Inmaculada Concepción.


La Concepción de San Juan el Bautista: Una comparación con la concepción de Cristo y la de San Juan puede servir para arrojar luz sobre el dogma y sobre las razones por las que los griegos celebran desde antiguo la fiestas eclesiásticas de la Concepción de María.


La concepción de la Madre de Dios fue mucho más allá de toda comparación más noble que la de San Juan el Bautista, mientras que estuvo inconmensurablemente por debajo de la de su Divino Hijo.


El alma del precursor no fue preservada inmaculada en su unión con el cuerpo, sino que fue santificada ya sea poco después de la concepción de un estado previo de pecado o por la presencia de Jesús en la Visitación.


Nuestro Señor, al ser concebido por el Espíritu Santo y en virtud de su milagrosa concepción, estuvo “ipso facto” libre de la mancha del pecado original.


La Iglesia celebra fiestas de estas tres concepciones. Los Orientales tienen una Fiesta de la Concepción de San Juan el Bautista (23 de septiembre), que se remonta al siglo V, más antigua que la Fiesta de la Concepción de María, y, durante la Edad Media, fue se celebró también el 24 de septiembre en varias diócesis de Occidente el 24 de septiembre. La Iglesia Latina celebra la Concepción de María el 8 de diciembre; los orientales, el 9 de diciembre; la Concepción de Cristo tiene su fiesta en el calendario universal el 25 de marzo. Al celebrar la fiesta de la Concepción de María desde antiguo, los griegos no consideran la distinción teológica de las concepciones activa y pasiva, que era desconocida por ellos. No consideraban absurdo celebrar una concepción que no fuese inmaculada, como vemos en la Fiesta de la Concepción de San Juan. 


Ellos solemnizaron la Concepción de María acaso porque, de acuerdo con el «Proto-evangelio» de Santiago, fue precedida por un acontecimiento milagroso (la aparición de un ángel a Joaquín, etc.), similar a las que precedieron la concepción de San Juan y la del Señor mismo. Su objetivo era menos la pureza de la concepción cuanto la santidad y celestial misión de la persona concebida. Sin embargo, en el oficio del 9 de diciembre María, desde el momento de su concepción, es llamada hermosa, pura, santa, fiel, etc., términos nunca usados en el Oficio del 23 de septiembre (sc. de San Juan el Bautista). La analogía de la santificación de San Juan el Bautista puede haber dado auge a la fiesta de la Concepción de María. Si era necesario que el precursor del Señor fuese puro y «lleno del Espíritu Santo» desde el seno de su madre, tal pureza era no menos conveniente para Su Madre. Escritores posteriores consideran que el momento de la santificación de San Juan fue en la Visitación («el niño saltó en su seno»), pero las palabras del ángel (Lucas 1,15) parecen indicar una santificación en la concepción. Esto haría el origen de María más similar al de Juan. Y si la Concepción de Juan tuvo su fiesta, ¿por qué no la de María?


Prueba de la Razón


Hay una incongruencia en la suposición de que la carne a partir de la cual se formaría la carne del Hijo de Dios pudo haber pertenecido a una que fuera esclava del antiguo enemigo, cuyo poder Él vino a destruir en la tierra. De ahí el axioma del Pseudo-Anselmo (Eadmer) desarrollado por Juan Duns Scoto, Decuit, potuit, ergo fecit, convenía que la Madre del Redentor estuviese libre del poder del pecado desde el primer momento de su existencia; Dios podía darle este privilegio, por lo tanto, se lo dio. De nuevo se señala que a San Juan el Bautista y al profeta Jeremías se les concedió un privilegio especial. Ellos fueron santificados en el seno de sus madres, porque por su predicación tenían una especial participación en el trabajo de preparar el camino de Cristo. Por consiguiente, a María se le debe una prerrogativa mucho más alta (En 1833 se colocó en el Índice un tratado del P. Pedro Marchant, en el que reclamaba también para San José el privilegio de San Juan). Escoto dijo que «el perfecto Mediador debía, en todo caso, hacer el trabajo de mediación más perfecto, excepto en el caso de que fuese una persona menor, en cuya mirada la ira de Dios fuese prevenida y no meramente apaciguada».


La Fiesta de la Inmaculada Concepción

La antigua fiesta de la Concepción de María (Concepción de Santa Ana), que tuvo su origen en los monasterios de Palestina por lo menos tan temprano como en el siglo VII, y la fiesta moderna de la Inmaculada Concepción no son idénticas en sus objetivos.


Originalmente la Iglesia celebraba sólo la Fiesta de la Concepción de María, como guardaba la Fiesta de la concepción de San Juan, sin discusión sobre la impecabilidad. Con el correr de los siglos esta fiesta se convirtió en la Fiesta de la Inmaculada Concepción, según la argumentación dogmática trajo ideas precisas y correctas, y según ganaron fuerza las tesis de las escuelas teológicas sobre la preservación de María de toda mancha de pecado original. El antiguno término permaneció incluso después que el dogma fue aceptado universalmente en la Iglesia Latina y que ganó apoyo autoritativo a través de los decretos diocesanos y decisiones papales, y antes de 1854 el término «Inmaculada Conceptio» no se encuentra en ninguno de los libros litúrgicos, excepto en el Invitatorio del Oficio Votivo de la Concepción. Los griegos, sirios, etc. la llaman la Concepción de Santa Ana (Eullepsis tes hagias kai theoprometoros Annas, «la Concepción de Santa Ana, la antepasada de Dios»).


Passaglia en su «De Inmaculato Deiparae Conceptu», al basar su opinión en el «Typicon» de San Sabas, el cual fue compuesto sustancialmente en el siglo V, cree que la referencia a la fiesta forma parte del original auténtico, y que consecuentemente se celebraba en el Patriarcado de Jerusalén en el siglo V (III, n. 1604). Pero el Typicon fue interpolado por San Juan Damasceno, Sofronio y otros, y desde el siglo IX hasta el XII se le añadieron muchas fiestas y oficios nuevos.


Para determinar el origen de esta fiesta debemos tener en cuenta los documentos genuinos que poseemos, el más antiguo de los cuales es el canon de la fiesta, compuesto por San Andrés de Creta, quien escribió su himno litúrgico en la segunda mitad del siglo VII, cuando era monje del monasterio de San Sabas cerca de Jerusalén (murió siendo arzobispo de Creta hacia el 720). Pero la solemnidad no pudo estar generalmente aceptada en todo Oriente en ese entonces, pues Juan, primer monje y luego obispo de la Isla de Euboea, hacia el año 750, hablando en un sermón a favor de la propagación de esta fiesta, dijo que no era todavía conocida por todos los fieles (ei kai me para tois pasi gnorizetai; P.G., XCVI, 1499). Pero un siglo más tarde Jorge de Nicomedia, a quien Focio nombró metropolitano en el año 860, podía decir que la solemnidad no era de origen reciente (P.G., C, 1335). Por lo tanto, se puede afirmar con seguridad que la fiesta de la Concepción de Santa Ana aparece en el Oriente no antes de finales del siglo VII o principios del VIII.


Como en otros casos análogos, la fiesta se originó en las comunidades monásticas. Los monjes, que concertaron la salmodia y compusieron varias piezas poéticas para el oficio, eligieron también la fecha del 9 de diciembre, que siempre se mantuvo en el calendario Oriental. Gradualmente la solemnidad emergió del claustro, entró en las catedrales, fue glorificada por los predicadores y poetas, y eventualmente se convirtió en fiesta fija en el calendario, aprobada por Iglesia y Estado.


Esta fiesta está registrada en el calendario de Basilio II (976-1025) y en la Constitución el Emperador Manuel I Comneno en los días del año parcial o totalmente festivos, promulgada en 1166, contada entre los días de Sabbath de descanso total. Hasta el tiempo de Basilio II, la Baja Italia, Sicilia y Cerdeña todavía pertenecían al Imperio Bizantino; la ciudad de Nápoles estuvo en poder de los griegos hasta que Roger II la conquistó en 1127. Por consiguiente, la influencia de Constantinopla fue fuerte en la Iglesia Napolitana, y, tan temprano como el siglo IX, la Fiesta de la Concepción sin duda se ccelebraba allí el 9 de diciembre, como en cualquier otro lugar de la Baja Italia, tal como aparece en el calendario de mármol hallado en 1742 en la Iglesia de San Jorge el Mayor en Nápoles.


En la Iglesia Griega la Concepción de Santa Ana es una de las fiestas menores del año. La lectura de maitines contiene alusiones al apócrifo «Proto-evangelium» de Santiago, que data de la segunda mitad del siglo II (ver Santa Ana). Sin embargo, para la Ortodoxa Griega la fiesta significa muy poco: continúan llamándola «Concepción de Santa Ana», indicando involuntariamente, quizá, la concepción activa que, ciertamente, no fue inmaculada. En el Menaion del 9 de diciembre esta fiesta ocupa sólo un segundo plano, pues el primer canon se canta en conmemoración de la dedicación de la Iglesia de la Resurrección en Constantinopla. El hagiógrafo ruso Muraview y varios autores ortodoxos levantaron su voz contra el dogma después de su promulgación, aunque sus propios predicadores anteriormente habían enseñado la Inmaculada Concepción en sus escritos mucho antes de la definición de 1854.


En la Iglesia Occidental la fiesta apareció (8 de diciembre) cuando en el Oriente su desarrollo se había detenido. El tímido comienzo de la nueva fiesta en algunos monasterios anglosajones en el siglo XI, en parte ahogada por la conquista de los normandos, vino seguido de su recepción en algunos cabildos y diócesis del clero anglo-normando. Pero el intento de introducirla oficialmente provocó contradicción y discusión teórica en relación con su legitimidad y su significado, que continuó por siglos y no se fijó definitivamente antes de 1854. El «Martirologio de Tallaght» compilado hacia el año 790 y el «Feilire» de San Aengo (800) registran la Concepción de María el 3 de mayo. Es dudoso, sin embargo, que una fiesta real correspondiese a esta rúbrica del sabio monje San Aengo. Ciertamente, esta fiesta irlandesa se encuentra sola y fuera de la línea del desarrollo litúrgico; aparece aislada, no como un germen vivo. 


El escoliasta añade, en el margen inferior del «Feilire», que la concepción (Inceptio) se realizó en febrero, puesto que María nació después del séptimo mes---una noción singular que se encuentra también en algunos autores griegos. El primer conocimiento definido y confiable de la fiesta en Occidente vino desde Inglaterra; se encuentra en el calendario de Old Minster, Winchester (Conceptio Sancta Dei Genitricis Maria), que data desde cerca del 1030, y en otro calendario de New Minster, Winchester, escrito entre 1035 y 1056; un pontifical de Exeter del siglo XI (datada entre 1046 y 1072) contiene una «benedictio in Conceptione S. Mariae»; una bendición similar se encuentra en un pontifical de Canterbury escrito probablemente en la primera mitad del siglo XI, ciertamente antes de la Conquista. Estas bendiciones episcopales muestran que la fiesta no se encomendaba sólo a la devoción de los individuos, sino que era reconocida por la autoridad y observada por los monjes sajones con considerable solemnidad. La evidencia muestra que el establecimiento de la fiesta en Inglaterra se debió a los monjes de Winchester antes de la Conquista (1066).


Desde su llegada a Inglaterra los normandos trataron de un modo despectivo las observancias litúrgicas inglesas; para ellos esta fiesta aparecía específicamente inglesa, un producto de la simplicidad e ignorancia insular. Sin duda alguna, la celebración pública fue abolida en Winchester y Canterbury, pero no murió en el corazón de los individuos, y en la primera oportunidad favorable restauraron la fiesta en los monasterios. Sin embargo, en Canterbury no se restableció antes de 1328. Numerosos documentos expresan que en tiempo de los normandos comenzó en Ramsey, conforme a una visión concedida a Helsin o Aethelsige, abad de Ramsey, al regreso de su viaje a Dinamarca, adonde fue enviado por Guillermo I hacia el año 1070. Un ángel se le apareció durante un fuerte temporal y salvó el barco depués de que el abad prometiese establecer la Fiesta de la Concepción en su monasterio. No obstante considerar el carácter sobrenatural de la leyenda, debemos admitir que el envío de Helsin a Dinamarca es un hecho histórico. El relato de la visión se encuentra en varios breviarios, incluso en el Breviario Romano de 1473. 


El Concilio de Canterbury (1325) atribuye a San Anselmo, Arzobispo de Canterbury (murió 1109) el restablecimiento de la fiesta en Inglaterra. Pero aunque este gran doctor escribió un tratado especial «De Conceptu virginali et originali peccato», en el que estableció los principios de la Inmaculada Concepción, es cierto que no pudo introducir la fiesta en ningún lugar. La carta que se le atribuye, y que contiene la narración de Helsin, es espuria. El principal propagador de la fiesta después de la Conquista fue Anselmo, el sobrino de San Anselmo. Fue educado en Canterbury, donde pudo haber conocido a algunos monjes sajones que recordaban la solemnidad en tiempos anteriores; después de 1109 y durante algún tiempo fue abad de San Sabas en Roma, donde los Oficios Divinos se celebraban según el calendario griego. Cuando en 1121 fue nombrado Abad en la Abadía de Bury San Edmundo estableció allí la fiesta; en cierto modo, al menos por sus esfuerzos, otros monasterios también la adoptaron, como Reading, San Albans, Worcester, Cloucester y Winchcombe.


Pero otros desvalorizaron su observancia por considerarla absurda y extraña, y que la antigua fiesta oriental era desconocida para ellos. Dos obispos, Roger de Salisbury y Bernard St. David, declararon que la festividad había sido prohibida por un concilio y que se debía detener su observancia. Durante la vacante de la Sede de Londres, cuando Osbert de Clare, Prior de Westminster, intentó introducir la fiesta en Westminster (8 de Diciembre de 1127), un grupo de monjes se levantó contra él en el coro y dijo que la fiesta no debía ser guardada porque no había autorización de Roma (cf. Carta de Osbert a Anselmo en Obispo, p. 24). Entonces el asunto fue llevado ante el Concilio de Londres en 1129. El sínodo decidió a favor de la fiesta, y el Obispo Gilbert de Londres la adoptó en su diócesis. Después de esto la fiesta se extendió en Inglaterra, pero por un tiempo retuvo su carácter privado, por lo cual el sínodo de Oxford (1222) rechazó elevarla al rango de fiesta de precepto.


En Normandía, en tiempos del obispo Rotric (1165-83), la Concepción de María fue fiesta de precepto con igual dignidad que la Anunciación en la Arquidiócesis de Rouen y en sus seis diócesis sufragáneas. Al mismo tiempo, los estudiantes normandos de la Universidad de París la eligieron como fiesta patronal. Debido a la cercana conexión de Normandía con Inglaterra, pudo haber sido importada desde este último país a Normandía, o los varones normandos y el clero pudieron haberla traído a casa de sus guerras en la Baja Italia, donde era universalmente solemnizada por los habitantes griegos. Durante la Edad Media la Fiesta de la Concepción de María fue comúnmente llamada la «Fiesta de la nación normanda», lo cual muestra que en Normandía la celebraban con gran esplendor y que desde allí se extendió a toda la Europa Occidental. Passaglia sostiene (III, 1755) que la fiesta se celebraba en España en el siglo VII. El obispo Ullathorne también consideró aceptable esta opinión (p. 161). Si esto es verdad, es difícil entender por qué desapareció completamente en España más tarde, ya que no aparece ni en en la liturgia mozárabe genuina ni el calendario de Toledo del siglo X editado por Jean Morin. Las dos pruebas que da Passaglia son fútiles: la vida de San Isidoro, falsamente atribuida a San Ildefonso, la cual menciona la fiesta, es interpolada, mientras que la expresión «Conceptio S. Mariae» del Código visigodo se refiere a la Anunciación.


La Controversia

No encontramos controversia sobre la Inmaculada Concepción en el continente europeo antes del siglo XII. El clero normando abolió la fiesta en algunos monasterios de Inglaterra donde había sido establecida por los monjes anglosajones. Pero hacia fines del siglo XI se reanudó en numerosos establecimientos anglo-normandos a través de los esfuerzos de Anselmo el Joven. Es altamente improbable que San Anselmo el Viejo restableciese la fiesta en Inglaterra, aunque no era nueva para él; se había familiarizado con ella bien por los monjes sajones de Canterbury, bien por los griegos con quienes entró en contacto durante el exilio en Campania y Apulin (1098-9). El tratado «De Conceptu virginali» que usualmente se le atribuye, fue compuesto por su amigo y discípulo el monje sajón Eadmer de Canterbury. Cuando los canónigos de la catedral de Lyons, que sin duda conocían a San Anselmo el Joven, abad de San Edmundo de Bury, introdujeron personalmente la fiesta en su coro después de la muerte de su obispo en 1240, San Bernardo consideró su deber publicar una protesta contra esta nueva forma de honrar a María. 


Le dirigió a los cánones una vehemente carta (Epist. 174), en la que les reprobaba haberse arrogado tal autoridad sin haber consultado antes a la Santa Sede. Desconociendo que la fiesta había sido celebrada en la rica tradición de las Iglesias Griega y Siria respecto de la impecabilidad de María, afirmó que la fiesta era extraña a la antigua tradición de la Iglesia. Aun así, es evidente por el tenor de su lenguaje que sólo tenía en mente la concepción activa o formación de la carne, y que la distinción entre la concepción activa, la formación del cuerpo y la animación por el alma todavía no se había trazado. Indudablemente, cuando la fiesta fue introducida en Inglaterra y Normandía, tenían la ventaja el axioma «decuit, potuit, ergo fecit», la piedad pueril y el entusiasmo de los “simplices”, construidos sobre revelaciones y leyendas apócrifas. El objeto de la fiesta no se determinó claramente, ni se habían puesto en evidencia razones teológicas positivas.


San Bernardo tenía toda la razón cuando una minuciosa investigación de las razones para observar la fiesta. No advirtiendo la posibilidad de santificación en el momento de la infusión del alma, escribió que sólo se puede hablar de santificación después de la concepción, la cual haría santo el nacimiento, no la concepción misma (Scheeben, «Dogmatik», III, p. 550). De ahí que San Alberto Magno]] observe: «Decimos que la Santísima Virgen no fue santificada antes de la animación, y la afirmación contraria a esto es la herejía condenada por San Bernardo en su epístola a los cánones de Lyons» (III Sent., dist. III, p. I, ad. 1, Q. I).


San Bernardo recibió respuesta enseguida en un tratado escrito por Ricardo de San Víctor o por Pedro Comestor. En este tratado se apela al hecho de que existe una fiesta que ha sido establecida para conmemorar una tradición insostenible. Afirmaba que la carne de María no necesitaba purificación; que fue santificada antes de la concepción. Algunos escritores de aquel tiempo sostenían la idea fantástica de que antes de la caída de Adán, Dios reservó una porción de su carne y la transmitió de generación en generación, y que de esta carne fue formado el cuerpo de María (Scheeben, op. cit., III, 551), y que conmemoraban esta formación con una fiesta. La carta de San Bernardo no impidió la extensión de esta fiesta, pues en 1154 se observaba en toda Francia, hasta 1275, que fue abolida en París y en otras diócesis debido a los esfuerzos de la Universidad de París.


Después de la muerte del santo la controversia surgió de nuevo entre Nicolás de San Albans, un monje inglés que alegaba que la fiesta se había establecido en Inglaterra, y Pedro Cellensis, el famoso obispo de Chartres. Nicolás señalaba que el alma de María fue atravesada dos veces por la espada, es decir, al pie de la Cruz y cuando San Bernardo escribió la carta contra su fiesta (Scheeben, III, 551). El debate continuó durante los siglos XIII y XIV, e ilustres nombres se alinearon en uno y otro bando. Se cita como oponentes a San Pedro Damián, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, San Buenaventura y San Alberto Magno.


Al principio Santo Tomás de Aquino se pronunció a favor de la doctrina en su tratado sobre las «Sentencias» (en I Sent. c. 44, q. 1 ad 3); sin embargo, en su “Summa Theologica” llegó a la conclusión opuesta. Han surgido muchas discusiones sobre si Santo Tomás negó que la Santísima Virgen fuese inmaculada desde el instante de su animación, y se han escrito libros eruditos para vindicarlo de haber realmente llegado a una conclusión negativa. No obstante, es difícil decir que Santo Tomás no requirió al menos un instante, después de la animación de María, antes de su santificación. Su gran dificultad parece haber surgido de la duda de cómo pudo haber sido redimida si no pecó. Dicha dificultad la manifiesta al menos en diez pasajes de sus escritos (ver Summa III:27:2, ad 2). Pero mientras Santo Tomás se alejó del punto esencial de la doctrina, él mismo suministró los principios que, después de ser juntados y resueltos, capacitaron a otras mentes para proveer la verdadera solución a esta dificultad desde sus propias premisas.


En el siglo XIII la oposición se debió en gran medida a la ausencia de una clara visión del tema en disputa. La palabra «concepción» se usaba en sentidos diferentes, los cuales no habían sido separados por una definición cuidadosa. Si Santo Tomás, San Buenaventura y otros teólogos hubieran conocido la doctrina en el sentido de la definición de 1854, habrían sido sus más férreos defensores en lugar de sus opositores.


Podemos formular el asunto discutido por ellos en dos proposiciones, ambas en contra del sentido del dogma de 1854:


La santificación de María se realizó antes de la infusión del alma en la carne, de modo que la inmunidad del alma fue consecuencia de la santificación de la carne y no había riesgo por parte del alma de contraer el pecado original. Esto se aproximaría a la opinión de San Juan Damasceno respecto de la santidad de la concepción activa.


La santificación tuvo lugar después de la infusión del alma para redención de la servidumbre del pecado, al cual el alma había sido arrastrada por su unión con la carne no santificada. Esta formulación de la tesis excluye una concepción inmaculada.


Los teólogos olvidaron que entre santificación antes de la infusión y la santificación después de la infusión había un término medio: santificación del alma en el momento de su infusión. Parecían ajenos a la idea según la cual lo que era subsiguiente en el orden de la naturaleza podía ser simultáneo en un punto del tiempo. Considerado especulativamente, el alma debe ser creada antes que pudiese ser infundida y santificada, pero en realidad el alma es creada y santificada en el mismo momento de la infusión en el cuerpo. Su principal dificultad era la declaración de San Pablo (Rom. 5,12) de que todos los hombres han pecado en Adán. Sin embargo, el propósito de esta declaración paulina es insistir en que todos los hombres necesitan la redención de Cristo. Nuestra Señora no fue una excepción a esta regla. Una segunda dificultad era el silencio de los primeros Padres. Pero los teólogos de aquel tiempo no se distinguieron tanto por su conocimiento de los Padres o de la historia, sino por su ejercicio del poder del razonamiento. Leyeron a los Padres Occidentales más que a los de la Iglesia Oriental, quienes expusieron con mayor integridad la tradición de la Inmaculada Concepción. Y algunos trabajos de los Padres que habían sido perdidos de vista fueron traídos a la luz.


El famoso Juan Duns Scoto (m. 1308) por fin fijó tan sólidamente los fundamentos (en III Sent., dist. III, en ambos comentarios) de la verdadera doctrina y disipó las objeciones en forma tan satisfactoria que de ahí en adelante la doctrina prevaleció. Él mostró que la santificación después de la animación---sanctificatio post animationem---requería que siguiera en el orden de la naturaleza (naturae) no del tiempo (temporis); él removió la gran dificultad de Santo Tomás mostrando que lejos de ser excluida de la redención, la Santísima Virgen obtuvo de su Divino Hijo la más grande de las redenciones a través del misterio de su preservación de todo pecado. Él introdujo también, por la vía de la ilustración, el peligroso y dudoso argumento de Eadmer (San Anselmo) «decuit, potuit, ergo fecit».


Desde el tiempo de Escoto la doctrina no sólo llegó a ser opinión común en las universidades, sino que la fiesta se expandió ampliamente a aquellos países donde no había sido previamente adoptada. Con excepción de los dominicos, todas o casi todas las órdenes religiosas la asumieron. Los franciscanos adoptaron la Fiesta de la Concepción de María para toda la Orden en el capítulo general en Pisa en 1263; esto, sin embargo, no significa que profesasen en ese tiempo la doctrina de la Inmaculada Concepción. Siguiendo las huellas de Duns Escoto, sus discípulos Pedro Aureoli y Francis Mayron se convirtieron en los más fervientes defensores de la doctrina, aunque sus antiguos maestros (San Buenaventura incluido) se habían opuesto a ella. La controversia continuó, pero los oponentes fueron en su mayoría los miembros de la Orden de Predicadores.


En 1439 se llevó la disputa ante el Concilio de Basilea, donde la Universidad de París, antes opuesta a la doctrina, demostró ser su más ardiente defensora y pidió una definición dogmática. Los dos ponentes en el concilio fueron Juan de Segovia y Juan Torquemada. Después de haber sido discutida por espacio de dos años antes de la asamblea, los obispos declararon que la Inmaculada Concepción es una doctrina piadosa, cónsona con el culto católico, con la fe católica, con la recta razón y con la Sagrada Escritura; de ahora en adelante, dijeron, no estaba permitido predicar o declarar algo en contra (Mansi, XXXIX, 182). Los Padres del Concilio dijeron que la Iglesia de Roma estaba celebrando la fiesta, lo cual es verdad sólo en cierto sentido. Se guardaba en algunas iglesias de Roma, especialmente en las de las órdenes religiosas, pero no se adoptó en el calendario oficial. Como el concilio en aquel tiempo no era ecuménico, no pudo pronunciarse con autoridad. El memorandum del dominico Tomás de Torquemada sirvió de armadura para todos los ataques a la doctrina hechos por San Antonino de Florencia (m. 1459) y por los dominicos Bandelli y Bartolomeo Spina.


Por un decreto del 28 de febrero de 1476, el Papa Sixto IV adoptó por fin la fiesta para toda la Iglesia Latina y otorgó una indulgencia a todos cuantos asistieran a los Oficios Divinos de la solemnidad (Heinrich Joseph Dominicus Denzinger|Denzinger]], 734). Leonardo de Nogarolis compuso el Oficio adoptado por Sixto IV, mientras que los franciscanos emplearon desde 1480 un bellísimo Oficio salido de la pluma de Bernardino de Busti (Sicut Lilium), que fue concedido también a otros (por ejemplo, a España en 1761), y fue cantado por los franciscanos hasta la segunda mitad del siglo XIX. Como el reconocimiento público de la fiesta por Sixto IV no fue suficiente para apaciguar el conflicto, publicó en 1483 una constitución en la que castigaba con la excomunión a todo aquel cuya opinión acusara de herejía la opinión opuesta (Grave nimis, 4 de septiembre de 1483; Denzinger, 735). Cuando el Concilio de Trento trató sobre el asunto en 1546 declaró que «no fue la intención de este Santo Sínodo incluir en el decreto lo concerniente al pecado original de la Santísima Inmaculada Virgen María Madre de Dios» (Sess. V, De peccato originali, V, en Denzinger, 792). Sin embargo, puesto que este decreto no definió la doctrina, los teólogos opositores al misterio, aunque reducidos en número, no se rindieron. El Papa San Pío V no sólo condenó la proposición 73 de Michel Baius según la cual «nadie sino Cristo fue sin pecado original y que, por lo tanto, la Santísima Virgen murió a causa del pecado contraído en Adán, y sufrió aflicciones en esta vida, como el resto de los justos, como castigo del pecado actual y original» (Denzinger, 1073), sino que emitió una constitución en la que prohibía toda discusión pública sobre el asunto. Finalmente insertó un nuevo y simplificado Oficio de la Concepción en los libros litúrgicos («Super speculum», Dic. De 1570; «Superni omnipotentis», Marzo de 1571; «Bullarium Marianum», pp. 72, 75).


Mientras duraron estas disputas, las grandes universidades y la mayor parte de las grandes órdenes se convirtieron en baluartes de la defensa del dogma. En 1497 la Universidad de París decretó que en adelante no se admitiría como miembro de la universidad quien no jurase que haría cuanto pudiese para defender y afirmar la Inmaculada Concepción de María. Tolosa siguió el ejemplo; en Italia, Bolonia y Nápoles; en el Imperio Alemán, Colonia, Maine y Viena; en Bélgica, Lovaina]]; en Inglaterra, antes de la Reforma Protestante, Oxford y Cambridge; en España, Salamanca, Toledo, Sevilla y Valencia; en Portugal, Coimbra y Evora; en América, México y Lima. Los Frailes Menores confirmaron en 1621 la elección de la Madre Inmaculada como patrona de la Orden, y se comprometieron bajo juramento a enseñar el misterio en público y en privado. Los dominicos, sin embargo, se vieron en la especial obligación de seguir las doctrinas de Santo Tomás, y la conclusión común era que Santo Tomás se oponía a la Inmaculada Concepción. Los dominicos, por tanto, afirmaron que la doctrina era un error contra la fe (Juan de Montesono, 1373); aunque adoptaron la fiesta, la llamaban persistentemente de «Sanctificatio B. M. V.», no de «Conceptio», hasta que en 1622 el Papa Gregorio XV abolió el término «sanctificatio». El Papa Pablo V (1617) decretó que nadie se atreviera a enseñar públicamente que María fue concebida en pecado original, y Gregorio XV (1622) impuso absoluto silencio (in scriptis et sermonibus etiam privatis) sobre los adversarios de la doctrina hasta que la Santa Sede definiese el asunto. Para poner fin a toda ulterior cavilación, el Papa Alejandro VII promulgó el 8 de diciembre de 1661 la famosa constitución «Sollicitudo omnium Ecclesiarum», definiendo el verdadero sentido de la palabra conceptio, y prohibiendo toda ulterior discusión contra el común y piadoso sentimiento de la Iglesia. Declaró que la inmunidad de María del pecado original en el primer momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo era el objeto de la fiesta (Denzinger, 1100).


Aceptación Universal Explícita


Desde el tiempo del Papa Alejandro VII, mucho antes de la definición final, los teólogos no tuvieron dudas de que el privilegio estaba entre las verdades reveladas por Dios. Finalmente el Papa Pío IX, rodeado por una espléndida multitud de cardenales y obispos, promulgó el dogma el 8 de diciembre de 1854; y el 25 de diciembre de 1863 prescribió un nuevo Oficio para todo la Iglesia Latina, por el cual decretó que se abolieran todos los demás Oficios en uso, incluido el antiguo Oficio Sicut lilium de los franciscanos y el oficio compuesto por Carlo Passaglia (aprobado el 2 de febrero de 1849).


En 1904 se celebró con gran esplendor el jubileo dorado de la definición del dogma (Papa San Pío X, Enc., 2 de febrero de 1904). El Papa Clemente IX añadió a la fiesta una octava para las diócesis que se encontraban dentro de las posesiones temporales del Papa (1667). El Papa Inocencio XII (1693) la elevó al rango de segunda clase con una octava para la Iglesia Universal, cuya categoría fue concedida en 1664 para España, en 1665 para Toscana y Saboya, en 1667 para la Compañía de Jesús, los Ermitaños de San Agustín, etc. El 6 de diciembre de 1708 Clemente IX decretó que la fiesta debía ser de obligación para toda la Iglesia. Por último, el 30 de noviembre de 1879 León XIII la elevó a fiesta de primera clase con vigilia, dignidad que había sido concedida antes a Sicilia (1739), España (1760) y a Estados Unidos (1847). Un oficio votivo de la Concepción de María, que hoy día se recita los sábados en la mayor parte de la Iglesia Latina, fue concedido primeramente a las monjas benedictinas de Santa Ana en Roma en 1603, a los franciscanos en 1609, a los Conventuales en 1612, etc. Las Iglesias Siria y Caldea celebran esta fiesta con los griegos el 9 de diciembre; en Armenia es una de las pocas fiestas inamovibles del año (9 de diciembre); los cismáticos abisinios y coptos la guardan el 7 de agosto, mientras celebran la Natividad de María el 1 de mayo; sin embargo los coptos católicos han transferido la fiesta al 10 de diciembre (Natividad, 10 de septiembre). Las Iglesias Orientales le cambiaron el nombre a la fiesta desde 1854 en concordancia con el dogma de la «Inmaculada Concepción de la Virgen María».


La Arquidiócesis de Palermo solemniza una Conmemoración de la Inmaculada Concepción el 1 de septiembre para dar gracias por la preservación de la ciudad con ocasión del terremoto del 1 de septiembre de 1726. Una conmemoración similar se celebra el 14 de enero en Catania (terremoto del 11 de enero de 1693); y los Padres Oblatos el 17 de febrero, porque su regla fue aprobada el 17 de febrero de 1826. Entre el 20 de septiembre de 1839 y el 7 de mayo de 1847 el privilegio de añadir a la Letanía de Loreto la invocación «Reina concebida sin pecado original» fue concedido a 300 diócesis y comunidades religiosas. El 8 de noviembre de 1760 se declaró a la Inmaculada Concepción como principal patrona de todas las posesiones de la corona de España, incluidas las de América. El 7 de febrero de 1847 se confirmó el decreto del Primer Concilio de Baltimore (1846), que eligió a María en su adovación de la Inmaculada Concepción como la patrona principal de los Estados Unidos.

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